viernes, 23 de agosto de 2013

ESTREMECEDOR Y HERMOSO PARA LOS QUE SON PADRES, HERMANOS MAYORES QUE AMAN Y CUIDAN A SUS HERMANOS MENORES Y PARA TÍOS QUE AMAN COMO SI FUERAN HIJOS A SUS SOBRINOS ESTA BELLA REFLEXIÓN DEL ELDER MELVIN J. BALLARD DEL QUORUM DE LOS DOCE (1919)

"Al leer la historia de cuando Dios ordenó a Abraham que sacrificara a su hijo Isaac, pienso que con aquella experiencia nuestro Padre nos dio a conocer en cierta medida, lo que le costó a Él dar a Su Hijo como holocausto al mundo. Recordemos que Isaac nació al cabo de largas décadas de ansiosa espera por parte de sus padres y que su digno progenitor lo consideraba la más preciosa de todas sus posesiones; no obstante, en medio de su regocijo, se le dijo a Abraham que lo tomara y lo ofreciera en sacrificio al Señor. ¿Puedes imaginar la angustia de Abraham en aquella ocasión? ¿Podéis imaginar su aflicción, cuando se despidió de Sara quien desconocía la situación y emprendió el camino con el fin de obedecer lo que se le había mandado? ¿Te imaginas su inmenso sufrimiento al ver que su hijo se despedía de la madre al salir en aquel viaje de tres días, hacia el lugar señalado donde había de efectuarse el sacrificio? Me imagino qué gran acopio de valor debió de haber hecho Abraham en aquellos momentos para disimular su profundo dolor; y emprendió la marcha con su hijo hacia el sitio indicado, viajando tres días.
Al llegar, Abraham les dijo a sus siervos que los acompañaban que esperasen mientras él y el muchacho subían al monte.


Entonces el hijo que cargaba la leña sobre su espalda, le dijo al padre: "Padre mío. . . he aquí el fuego y la leña; mas ¿dónde está el cordero para el holocausto?" A aquel pobre padre debió de habérsele hecho trizas el corazón al escuchar la inocente y confiada voz de su hijo preguntarle "¿Dónde está el cordero para el holocausto?" Contemplando al joven, su hijo de la promesa, el angustiado padre sólo pudo decir: "Dios se proveerá de cordero para el holocausto".


Cuando llegaron al lugar que Dios le había dicho, Abraham dispuso la leña y entonces tomó a Isaac, lo ató y lo colocó sobre la leña en el altar. Me imagino que como todo buen padre, seguramente besaría a su hijo en despedida, dándole su bendición y expresándole su amor con palabras ahogadas en el llanto, mientras el alma se le desgarraba en aquella hora de agonía por el muchacho que iba a morir por sus propias manos. Entonces, cuando extendió la mano y tomó el cuchillo para degollar a su hijo, un ángel del Señor lo detuvo diciéndole: "No lo hagas".
Nuestro Padre Celestial pasó por todo eso y aún más, porque en su caso la mano no fue detenida. El amaba a su Hijo Jesucristo mucho más de lo que Abraham hubiera podido amar a Isaac, porque a su lado tenía a su Hijo, nuestro Redentor, en los mundos eternos y en el mismo infinito, siempre fiel, en un sitio de confianza y honor; y no obstante, permitió que este bienamado Hijo descendiera, a la tierra desde su sitio, donde millares de espíritus le rendían homenaje, en una condescendencia que escapa al poder de comprensión del hombre; vino a recibir maltratos e insultos y una corona de espinas. Dios ciertamente oyó el clamor de Su Hijo cuando en aquel momento de inmenso dolor y agonía en el jardín, siendo su sudor, como dicen las Escrituras, como grandes gotas de sangre que caían hasta la tierra, le dijo: "Padre, si quieres, pasa de mi “esta copa”.
Le pregunto querido lector, ¿qué padres podrían escuchar el clamor angustiado de un hijo en este mundo y no prestarle ayuda? He oído de madres que sin saber nada se han arrojado a aguas turbulentas sin saber nadar para salvar a un hijo que se ahogaba; de otras que se han abalanzado en medio de las llamas para rescatar a sus vástagos. No, no nos es posible permanecer inconmovibles en casos de esta naturaleza. Dios no nos ha dado poder para salvar a los nuestros; nos ha dado la fe, y tenemos que someternos a lo inevitable; pero Él poseía el poder para salvar a Su Hijo, lo amaba y podía haberlo librado; podía haberlo rescatado de los insultos de las multitudes, haber impedido que le pusieran en la cabeza la corona de espinas, haber acudido en su ayuda cuando, colgado entre los dos malhechores, se burlaban de Él, diciéndole: "A otros salvó; sálvate a ti mismo, si eres el Cristo, el enviado de Dios".
El Padre escuchó todo aquello, vio cuando condenaron a Su Hijo, lo vio arrastrar la cruz sobre su maltratada y lacerada espalda por las calles de Jerusalén hasta desmayar bajo su peso y llegar finalmente a Gólgota; vio cuando lo pusieron sobre la cruz y le clavaron cruelmente los pies, las manos y las muñecas, sintió los golpes que le desgarraban la piel y la carne y derramaban su sangre. Sí, El vio todo eso.

Pero en el caso del Padre, el golpe de muerte que iba a caer sobre Su Hijo no fue detenido y cayó, dejando escapar la sangre de la vida; Él no tuvo el socorro que tuvo Abraham. Él presenció la agonía de Su Amado Hijo hasta cuando éste clamó en su desesperación: "Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?" Me parece ver a nuestro Padre en aquella hora, detrás del velo, contemplando la agonía de Su Hijo hasta no poder resistirlo más; y quizás, como en el caso de una madre que al dar el adiós a su hijo agonizante es sacada de la habitación poco antes del desenlace, Él inclinara la cabeza y se retirara a un rincón de Su Universo, con Su Espíritu perfecto desgarrado por el dolor.
Alabo al Padre y le agradezco que en aquel momento en que pudo haber salvado a Su Hijo, no lo hiciera porque se acordó de nosotros, pues no sólo tenía Él Su amor hacia Su Hijo, sino también hacia nosotros, sus hijos espirituales, ese amor por el genero humano que hizo que resistiera contemplar los sufrimientos de Cristo y dárnoslo finalmente como nuestro Salvador y Redentor. Sin Su sacrificio nunca habríamos tenido la puerta abierta para llegar a glorificarnos en Su presencia. Eso fue lo que le costó a nuestro Padre Celestial dar la dádiva de Su Hijo a los hombres.
¿En qué forma lo apreciamos nosotros? Si yo tan sólo supiera lo que le costó a nuestro Padre dar a Su Hijo al mundo, si tan sólo supiera cuan importante fue el sacrificio de Jesucristo, estoy seguro de que siempre me hallaría presente en el servicio sacramental para honrar la dádiva que se nos dio, pues me doy cuenta de que el Padre ha dicho que ÉL, el Señor, nuestro Dios, es un Dios celoso, celoso de que ignoremos, olvidemos y desairemos la más grandiosa de sus dádivas a nosotros." (Improvement Era, 1919 The Sacramental Covenant)



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