viernes, 23 de agosto de 2013

SI EL SEÑOR BAJA EN ESTE MOMENTO ¿CUÁL SERÍA NUESTRA REACCIÓN?

¿De qué le hablaríamos al Señor Jesucristo si se apareciera en nuestra Noche de Hogar? Al meditar sobre esto y en lo más profundo de mi corazón sentí que en realidad mi respuesta era que me siento indigno de estar en la presencia del Señor.
¿Cómo podía yo aproximarme a Él si no estoy haciendo todo lo que me ha pedido que haga? ¿Cómo podría soportar, en mi condición, presentarme ante el Hijo del Dios Viviente? ¿Yo, en la presencia del Señor? Hace mucho tiempo, él estableció un plan por medio del cual yo tendría la oportunidad de venir a esta etapa de probación mortal, donde se pondría a prueba mi fe y pasaría por experiencias imposibles de vivir en la existencia premortal; todo ello con el propósito de llegar a ser como nuestro Padre Celestial. Sin embargo, después de haber aceptado el plan que Él estableció para mi propia salvación, y de haber tomado parte en su implantación, me quejo de lo que me ha tocado en la vida.
¿Yo, en la presencia del Señor? Sí, yo que clamé de gozo en la existencia Premortal cuando supe que me tocaba nacer en la Tierra, tan pronto como tuve consciencia y desperté ante la realidad de muchas cosas comencé a quejarme acerca de las circunstancias que rodeaban mi vida y a compararme con otras personas. Y hasta llegué a preguntarme: “¿Por qué tuve que nacer en una casa en alquiler (renta) y tener unos padres de economía media? Pero el Hijo de Dios nació en un establo, y no durmió en una cama, sino en un comedero de animales.
¿Yo, en la presencia del Señor? Él es la luz y la vida del mundo, y me ha pedido que yo también sea una luz. Sin embargo, muy frecuentemente soy el que está en la obscuridad.
¿Yo, en la presencia del Señor? Él es el Ser Supremo, el Rey de reyes, que desea que yo sea paciente y humilde ¿Cómo podría ser digno de estar en su presencia si me molesto cuando alguien no escribe bien mis apellidos? Me ofendo cuando no me dan importancia; me enojo cuando me critican; grito cuando no hacen lo que digo. Sin embargo, el que se sienta a la diestra del Padre, el que dirige las huestes celestiales, permitió que lo abofetearan, que se burlaran de Él, que lo ridiculizaran y le desgarraran las ropas.
¿Yo, en la presencia del Señor, en la presencia de Aquel que hizo el sacrificio supremo? Él tomó sí todos los pecados del mundo; sudó por cada poro gotas de sangre para pagar mis transgresiones; permitió que lo clavaran en la cruz para beneficiarme a mí.
Y hoy me pide que yo ame a mi prójimo… y yo, por mi lado, ni siquiera sé un poco más de mis vecinos, y siempre estoy muy ocupado cuando me necesitan. Si alguien está enfermo, guardo distancia para no contagiarme; si alguien tiene hambre, lo que hago es agradecerle a Dios el bendecir mi mesa con abundancia de alimentos; cuando se extiende alguna mano mendigando una monedita, me convenzo a mí mismo de que lo único que quiere es aprovecharse de mi generosidad; cuando alguien fallece, hago alarde de que ya hace buen tiempo que no me enfermo de nada; cuando organizo una fiesta, los tímidos y menos populares son los últimos en mi lista de invitados.
¿Yo, en la presencia del Señor Jesucristo? No hay otro nombre bajo el Cielo mediante el cual el hombre pueda ser salvo. Él desea que yo tome su nombre y lo use de todo corazón para servirle con toda mi alma, mente y fuerza. Sin embargo, sólo dispongo, para servirlo, de unas cuantas horas los domingos. Hasta me cuesta ir a visitar a mi familia asignada del Sacerdocio una sóla vez al mes.
¿Yo, en la presencia del Señor, que es el Alfa y la Omega, El Gran Yo Soy, el comienzo y el fin, el Redentor del mundo? Él cumplió con la voluntad del Padre; sujetó “a sí todas las cosas”, “reteniendo todo poder, aun el de destruir a Satanás”; juzgará “a cada hombre de acuerdo con sus obras”; sufrió por mis transgresiones, un “padecimiento que hizo que… temblara a causa del dolor y sangrara por cada poro y padeciera, tanto en el cuerpo como en el espíritu” (D. y C. 19:2-3, 18-19) Sin embargo, yo sigo pecando; sigo justificando mis errores y transgresiones porque “soy humano”; sigo defendiendo mi nombre y mi orgullo. Tengo dolor de rodillas y me es difícil hincarme; tengo la lengua atada y me resulta difícil dar gracias al Señor y alabarlo; lo que brilla en el mundo atrae mi atención; me cuesta mucho bajar la cabeza; voy en pos de la diversión; tengo la mente llena de deseos y sueños de riquezas y fama instantáneas; mi corazón se ve adormecido ante las necesidades de mi prójimo.
Si el Señor se me apareciera, estaría tentado a decirle, en mi insensatez, que no se me acercara, pero sé cuánto lo necesito. Mi alma llora y clama a mi Redentor. Él es mi Salvador y Señor, y yo sé que vive. Sé que me ama y que, en mi triste condición, no puedo sobrevivir sin un salvador, sí un salvador justo y misericordioso, un salvador que perdone mis pecados.
Al igual que Nefi de la antigüedad, yo digo “mi corazón se entristece a causa de mi carne. Mi alma se aflige a causa de mis iniquidades.” (2 Nefi 4:17). Pero también como Nefi, veo la salvación en mi Señor y, como Nefi quisiera decir: “Oh Señor, te alabaré para siempre! Sí, mi alma se regocijará en ti, mi Dios, y la roca de mi salvación.” (2 Nefi 4:30)
Nunca he visto al Señor. Es posible que no lo vea en esta etapa mortal, pero imploro que cuando llegue ese momento, me haya hecho merecedor del privilegio de vivir junto a Él. Sin titubear ni un solo momento, me postro de rodillas ante Él reverentemente, rindiéndole alabanzas y dándole gracias por ser mi Salvador y Redentor, el Hijo del Dios Viviente, Jesús el Cristo.


Por Fernando Illanes ©

No hay comentarios:

Publicar un comentario